12 feb 2011

Bello País de Esencias Longitudes


Empecemos por el principio, por Chile, esa tierra remota que pocos pueden ubicar en el mapa porque es lo más lejos que se puede ir sin caerse del planeta.Nadie pasa casualmente por esos lados, por muy perdido que ande, aunque muchos visitantes deciden quedarse para siempre, enamorados de la tierra y la gente. Es el fin de todos los caminos, una lanza al sur del sur de América, cuatro mil trescientos kilómetros de cerros, valles, lagos y mar. Así la descri­be Neruda en su ardiente poesía:

"Noche, nieve y arena hacen la forma

de mi delgada patria,

todo el silencio está en su larga línea,

toda la espuma sale de su barba marina,

todo el carbón la llena

de misteriosos besos."

Este esbelto territorio es como una isla, separada del resto del continente al norte por el desierto de Atacama, el más seco del mundo, según les gusta decir a sus habitantes, aunque debe ser falso, porque en primavera una parte de ese cascote lunar suele arroparse con un manto de flores, como una prodigiosa pintura de Monet; al este por la cordillera de los Andes, formidable ma­cizo de roca y nieves eternas; al oeste por las abruptas costas del océano Pacífico; abajo por la solitaria Antártida. Este país de topografía dramática y climas diversos, salpicado de caprichosos obstáculos y sacudido por los suspiros de centenares de volcanes, que existe como un milagro geológico entre las alturas de la cor­dillera y las profundidades del mar, está unido de punta a rabo por el empecinado sentimiento de nación de sus habitantes.

A grandes rasgos se puede decir que cuatro climas muy dis­tintos existen a lo largo de este mi espigado Chile. El país está dividido en provincias de nombres hermosos, a los cuales los militares, que posiblemente tenían cierta dificultad en memorizarlos, agregaron un número. No es po­sible que una nación de poetas tenga el mapa salpicado de núme­ros, como un delirio aritmético. Hablemos de las cuatro grandes regiones, empezando por el norte grande, inhóspito y rudo, vi­gilado por altas montañas, que ocupa una cuarta parte del territorio y esconde en sus entrañas un tesoro inagotable de minerales.

Al norte, Antofa­gasta, que en lengua quechua quiere decir «pueblo del salar gran­de». Antofagasta surgió en el siglo XIX como un espe­jismo en el desierto, gracias a la industria del salitre, que fue uno de los principales productos de exportación del país durante va­rias décadas. Más tarde, cuando se inventó el nitrato sintético, el puerto no perdió su importancia, porque ahora exporta cobre, pero las compañías salitreras fueron cerrándose una a una y la pampa quedó sembrada de pueblos fantasmas. Aquellas dos pa­labras, «pueblo fantasma», echan a volar mi imaginación.

El valle central es la zona más próspera del país, tierra de uva y manzanas, donde se aglomeran las industrias y un tercio de la población, que vive en la capital. Santiago fue fundado en este lugar por Pedro de Valdivia en 1541, porque después de caminar durante meses por las sequedades del norte, le pareció que había alcanzado el jardín del Edén. En Chile todo está centralizado en la capital, a pesar de los esfuerzos de diversos gobiernos, que durante medio siglo han tratado de dar poder a las provincias. Parece que lo que no sucede en Santiago no tenga importancia, aunque la vida en el resto del país es mil veces más agradable y tranquila.

La zona sur empieza en Puerto Montt, a cuarenta grados de latitud sur, una región encantada de bosques, lagos, ríos y volca­nes. Lluvia y más lluvia alimenta la enmarañada vegetación de la selva fría, donde crecen nuestros árboles nativos, de mil años de antigüedad y hoy amenazados por la industria maderera. Ha­cia el sur el viajero recorre pampas azotadas por vientos incle­mentes; luego el país se desgrana en un rosario de islas despobla­das y brumas lechosas, un laberinto de fiordos, islotes, canales, agua por todas partes. La última ciudad continental es Punta Arenas, mordida por todos los vientos, áspera y orgullosa, de cara a los páramos y los ventisqueros.

Chile posee un trozo del ignoto continente antártico, un mundo de hielo y soledad, de infinita blancura, donde nacen las fábulas y perecen los hombres; en el polo sur hemos plantado nuestra bandera. Por mucho tiempo nadie le atribuyó valor a la Antárti­da, pero ahora se sabe cuántas riquezas minerales esconde, ade­más de ser un paraíso de fauna marina, así es que no hay país que no le haya puesto el ojo encima.

En 1888 se adjudicaron la misteriosa Isla de Pascua, «el ombligo del mundo», o Rapanui, como se llama en el idioma pascuence. Está perdida en la inmensidad del océano Pacífico, a dos mil quinientas millas de distancia del Chile continental, más o menos a seis horas en avión desde Valparaíso o Tahití. No tengo la certeza de por qué les pertenece. En esos tiempos bastaba que un capitán de barco plantara una bandera para apoderarse legal­mente de una tajada del planeta, aunque sus habitantes, en este caso de apacible raza polinésica, no estuvieran de acuerdo.

Dos razas diferentes pobla­ron la isla y, según la leyenda, una de ellas, los arikis, poseía poderes mentales superiores, mediante los cuales hacía levitar a los moais y los trasladaba flotando sin esfuerzo físico hasta sus empinados altares. Es una lástima que esa técnica se haya perdi­do. En 1940, el antropólogo noruego Thor Heyerdahl fabricó una balsa, llamada Kon Tiki, con la que navegó desde Sudamérica hasta Isla de Pascua, para probar que existió contacto entre los incas y los pascuences.

Chile también posee la isla de Juan Fernández, donde en 1704 fue abandonado el marinero escocés Alexander Selkirk, quien inspiró la novela de Daniel Defoe Robinson Crusoe. Sel­kirk vivió en la isla más de cuatro años, sin un loro amaestrado y sin la compañía de un nativo llamado Viernes, como en el li­bro, hasta que lo rescató otro capitán y lo llevó de vuelta a Ingla­terra, donde su destino no fue mucho mejor que digamos. El turista empecinado puede visitar la cueva donde el escocés sobrevivió comiendo hierbas y pescado –eso sí- , después de un agitado vuelo en avioneta o una interminable travesía en bote.

Al visitante le aconsejo no poner en duda las maravillas que oiga sobre el país, su vino y sus mujeres, porque al extranjero no se le permite criticar, para eso hay más de quince millones de nativos que lo hacen todo el tiempo. Si Marco Polo hubiera des­embarcado en esas costas después de treinta años de aventu­ras por Asia, lo primero que le habrían dicho es que sus empanadas son mucho más sabrosas que toda la cocina del Ce­leste Imperio. (¡Ah! También poseen una característica muy de ellos y es que: opinan sin fundamento, pero en un tono de tal certeza, que nadie lo pone en duda.)

Para ver a mi país adoptivo, a mi bello Chile, con el corazón hay que leer a Pablo Neru­da, el poeta nacional que inmortalizó en sus versos los soberbios paisajes, los aromas y amaneceres, la lluvia tenaz y la pobreza digna, el estoicismo y la hospitalidad.

Hay otras caras de Chile, por supuesto: una materialista y arrogante, cara de tigre, que vive contándose las rayas y peinán­dose los bigotes; otra deprimida, cruzada por las brutales cicatri­ces del pasado; una que se le presenta sonriente a turistas y ban­queros; aquella que espera resignada el próximo cataclismo geológico o político. Chile da para todo.

La capital fue fundada por soldados a golpes de espada y pala, con el trazado clásico de las ciudades españolas de antaño: una plaza de armas al centro, de donde salían calles paralelas y perpendiculares. De eso queda apenas el recuerdo. Santiago se ha desparramado como un pul­po demente, extendiendo sus tentáculos ansiosos en todas direc­ciones; hoy alberga cinco millones y medio de personas que so­breviven como mejor pueden. Sería una ciudad bonita, porque es limpia y no le faltan parques, si no tuviera encima un sombrero pardo de polución, que en invierno mata infantes en las cunas, ancianos en los asilos y pájaros en el aire. Los santiaguinos se han acostumbrado a seguir el índice diario del smog tal como llevan la cuenta de la bolsa de valores y el resultado del fútbol. En los días en que el índice se encumbra demasiado, la circulación de vehículos se restringe según el número de la licencia, los niños no hacen deportes en la escuela y el resto de los ciudadanos pro­cura respirar lo menos posible. La primera lluvia del año lava la mugre de la atmósfera y cae como ácido sobre la ciudad; si us­ted anda sin paraguas sentirá como si le echaran jugo de limón en los ojos; pero no se preocupe, nadie se ha quedado ciego por eso todavía. No todos los días son así, a veces amanece despe­jado y se puede apreciar el espectáculo magnífico de las monta­ñas nevadas.

Apenas uno sale de Santiago, el paisaje se toma bucólico: potre­ros bordeados de álamos, cerros y viñedos. Al visitante le reco­miendo detenerse a comprar fruta y verduras en los puestos a lo largo de la carretera, o desviarse un poco y entrar en los villorrios en busca de la casa donde flamea un trapo blanco, allí se ofrecen pan amasado, miel y huevos color de oro.

Por la ruta de la costa hay playas, pueblos pintorescos y caletas con redes y botes, donde se encuentran los fabulosos te­soros de su exquisita cocina: primero el congrio, rey del mar, con su chaleco de escamas enjoyadas; luego la corvina, de suculenta carne blanca, acompañada de un cortejo de cien otros peces más modestos, pero igualmente sabrosos; enseguida el coro de nues­tros mariscos: centollas, ostras, choros, ostiones, abalones, lan­gostinos, erizos y muchos otros, incluso algunos de aspecto tan sospechoso que ningún extranjero –a menos que tenga el coraje que yo tuve al verlos de frente combinado con una fuerte dosis de ser tan chileno como ellos- se atreve a probarlos, como el erizo o el picoroco, yodo y sal, pura esencia marina. Son tan buenos sus pescados, que no es necesario saber de cocina para prepararlos. Coloque un lecho de cebolla picada en una fuente de barro, ponga encima su flamante pez bañado en jugo de limón, con unas cuantas cucharadas de mantequilla, salpicado de sal y pimienta; métalo al horno caliente hasta que la carne se cocine, pero no demasiado, para que no se le seque; y disfrútelo en compañía de sus mejores amigos.

En las ciudades y pueblos corretean levas de canes sin dueño, que no constituyen jaurías hambrientas y desoladas, como las que se ven en otras partes del mundo, sino comunidades organizadas. Son animales mansos, satisfechos de su posición social, un poco somnolientos. Hay perros por doquier y se adquieran de diferentes maneras: se heredan, se reciben de regalo, se encuentra por allí atropellados (pero aún vivos), o te siguen y luego no había forma de echarlos. No conozco a ningún chileno normal que haya com­prado uno.

Han pasado más de diez años desde que puse mis pies sobre aquella tierra santa en Sudamérica y desde entonces le he adoptado como mi patria,. Soy nacido en Guatemala pero con corazón chileno, si se me preguntara que nacionalidad tengo diría que Americano ya que debo recorrer todo este continente para hacer una conexión entre un país y el otro.

Gracias a todos mis amigos, hermanos y compatriotas Chilenos.

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